Referencia de la “Carta Encíclica Sollicitudo Rei
Sociales “.
Del sumo
pontífice Juan Pablo II.
Por: José G. Santana
INTRODUCCIÓN
La preocupación social de la
Iglesia, orientada al desarrollo auténtico del hombre y de la sociedad, que
respete y promueva en toda su dimensión la persona humana, se ha expresado
siempre de modo muy diverso. Uno de los medios destacados de intervención ha
sido, en los últimos tiempos, el Magisterio de los Romanos Pontífices, que, a
partir de la Encíclica Rerum Novarum de León XIII como punto de
referencia1, ha tratado frecuentemente la cuestión, haciendo coincidir a veces
las fechas de publicación de los diversos documentos sociales con los aniversarios
de aquel primer documento. Los Sumos Pontífices no han dejado de iluminar con
tales intervenciones aspectos también nuevos de la doctrina social de la
Iglesia.
En
este notable cuerpo de enseñanza social se encuadra y distingue la Encíclica
Populorum Progressio, que mi
venerado Predecesor Pablo VI publicó el 26 de marzo de 1967. Conmemoraciones
que han tenido lugar a lo largo de este año, de distinto modo y en muchos
ambientes del mundo eclesiástico y civil. Con esta misma finalidad la
Pontificia Comisión Iustitia et Pax envió el año pasado una carta
circular a los Sínodos de la Iglesias católicas Orientales así como a las
Conferencias Episcopales, pidiendo opiniones y propuestas sobre el mejor modo
de celebrar el aniversario de esta Encíclica, enriquecer asimismo sus
enseñanzas y eventualmente actualizarlas.
La misma
Comisión promovió, a la conclusión del vigésimo aniversario, una solemne
conmemoración a la cual yo mismo creí oportuno tomar parte con la alocución
final5. Y ahora, tomando en consideración también el contenido de las
respuestas dadas a la mencionada carta circular, creo conveniente, al término
de 1987, dedicar una Encíclica al tema de la Populorum Progressio.
Con
esto me propongo alcanzar principalmente dos objetivos de no poca
importancia: por un lado, rendir homenaje a este histórico documento de Pablo
VI y a la importancia de su enseñanza; por el otro, manteniéndome en la línea
trazada por mis venerados Predecesores en la Cátedra de Pedro, afirmar una vez
más la continuidad de la doctrina social junto con su constante renovación.
En efecto, continuidad y renovación son una prueba de la perenne validez de
la enseñanza de la Iglesia.
Novedad
de la encíclica Populorum Progressio.
La Populorum Progressio desde que el
Papa Pablo VI la publicó llamó a la atención de todo el público por su novedad.
Es por ello, que se tuvo la posibilidad de verificar correctamente con claridad
la doctrina social de la Iglesia. Por tanto, el tentativo de volver a descubrir
numerosos aspectos de esta enseñanza, a
través de una lectura atenta de este
documento.
La publicación de esta Encíclica en el
1967, lleva a considerar el documento en relación al Concilio Vaticano II, que
se había clausurado el 8 de diciembre de 1965. Pero este hecho se debe ver más
que una cercanía cronológica. Es por tanto, que la encíclica Populorum
pregessio se presenta, en cierto modo, como un documento de aplicación de las
enseñanzas del concilio. Y esto no solo porque la Encíclica hace constantes
referencias a los textos conciliares, sino porque nace de la preocupación de la
Iglesia, que inspiró todo el trabajo conciliar, de modo particular a la
Constitución pastoral Guadium et spes,
en la labor de coordinar y desarrollar algunos temas sociales.
Por consiguiente, se puede afirmar que
la encíclica al cual se hace referencia es como la respuesta a la llamada
del Concilio. Los gozos y las esperanzas, tristezas y las angustias de
los hombres de nuestro tiempo, sobretodo de los pobres y cuantos sufren, son a
la vez gozos y esperanzas, tristeza y angustias
de los discípulos de Cristo. No hay en verdaderamente humano que no encuentre eso en su corazón.
Este es el motivo fundamental que inspiró el documento del Concilio, ya que
parte de la miseria y el subdesarrollo, es decir, las tristezas y angustias que
viven los pobres hoy día. Es por esto, que en esa situación de pobreza y
calamidad de los más desposeído, que la Iglesia indica un horizonte de gozo y
esperanza.
En el orden temático, la encíclica sigue
la tradición de la enseñanza social de la Iglesia, ya que propone directamente
la nueva expansión y una sustanciosa síntesis del que la jerarquía de la Iglesia ha realizado.
Entre otros temas propuestos se puede hacer alusión de la misión de la Iglesia de escrutar los signos de los tiempos
e interpretarlo a luz del evangelio, la conciencia, igualmente profunda de su
misión de servicio, la confirmación de la enseñanza conciliar y el aprecio por la cultura y la civilización
técnica que contribuyen a la liberación del hombre, sin dejar de reconocer sus
límites.
Como tercer puno la Encíclica da un
considerable aporte de novedad a la doctrina social de la Iglesia en su
conjunto y en la misma concepción de desarrollo. Esta novedad se halla en una frase que se lee y que puede ser considerada como
su fórmula recapituladora, además de su
importancia histórica, es decir, la paz para humanidad.
En fin, esta carta Encíclica ve un mundo
distinto, dominado por la solicitud, por el bien común de toda la humanidad, o
sea por la preocupación del desarrollo espiritual y humano de todos, en lugar
de la búsqueda del provecho particular, y así la paz sería posible como fruto
de una justicia más perfecta entre los hombres.
Panorama del mundo contemporáneo
La enseñanza fundamental de la Populorum
Progressio tuvo su día gran eco por su novedad. El contexto social en que se
vive en la actualidad no es igual al de hace veinte años atrás. Es por esto,
que el Papa se detiene a profundizar sobre algunas características del mundo
actual, siempre bajo el punto de vista del desarrollo de los pueblos.
El primer aspecto a destacar es que la
esperanza de desarrollo, entonces tan viva, aparece en la actualidad muy lejana
de la realidad. En este proceso la encíclica no se hacía alusión alguna. Puesto
que, su lenguaje grave, a veces dramático, se limitaba a subrayar el peso de la
situación y a proponer la conciencia de todos la obligación urgente de
contribuir a resolverla. En aquellos años prevalecía un cierto optimismo sobre
la posibilidad de colmar, sin esfuerzos excesivos de los pueblos pobres, de
proveerlos de infraestructura y de asistirlo en el proceso de
industrialización.
No se puede afirmar que estas diversas
iniciativas religiosas, humanas, económicas y técnicas, hayan sido
superfluas, dado que han podido alcanzar
algunos resultados. Pero en línea general, teniendo en cuenta los diversos
factores, no se puede negar que la actual situación del mundo, bajo el aspecto
de desarrollo, ofrezca una impresión más bien negativa.
Por ello, se debe llamar la atención
sobre algunos indicadores genéricos, sin excluir otros más específicos. Dejando
a un lado el análisis de cifras y estadísticas, es suficiente mirar la realidad
de una multitud ingente de hombres y
mujeres, niños, adultos y ancianos, en una palabra, de personas humanas
concretas e irrepetibles, que sufren el peso intolerable de la miseria. En el
mundo actual, son muchos los millones que carecen de esperanza debido al hecho
de que en muchos lugares de la tierra, su situación se ha agravado
sensiblemente. Ante estos dramas de total
indigencia y necesidad, en que viven muchos de nuestros hermanos y
hermanas, es el mismo Señor Jesús quien viene a interpelarnos.
A la abundancia de bienes y servicios
disponibles en algunas partes del mundo, sobre todo en el Norte desarrollado,
corresponde en el Sur un inadmisible retraso y es precisamente en esta zona
geopolítica donde vive la mayor parte de la humanidad. Tal vez no es éste el
vocablo adecuado para indicar la verdadera realidad, ya que puede dar la
impresión de un fenómeno estacionario. En el camino de los países desarrollados y
en vías de desarrollo se ha verificado a lo largo de estos años una velocidad
diversa de aceleración, que impulsa a aumentar
las distancias. Es por esto, que los países de desarrollo se encuentran
en un gravísimo retraso.
No se puede silenciar el profundo
vínculo que existe entre este problema de los países desarrollados y los que
van en vías de desarrollo, cuya creciente gravedad había sido ya prevista por la Populorum
Progressio.
La contraposición es ante todo política,
en cuanto a cada bloque encuentra su identidad en un sistema de organización de
la sociedad y de la gestión del poder, que intenta ser alternativo al otro; a
su vez, la contraposición más profunda
que es de orden ideológica. En Occidente existe, en efecto, un sistema
inspirado históricamente en el “capitalismo liberal”, tal como se
desarrolló en el siglo pasado; en Oriente se da un sistema inspirado en el
colectivismo marxista, que nació de la interpretación de la condición de la
clase proletaria, realizada a la luz de una peculiar lectura de la historia.
Esto se verifica con un efecto
particularmente negativo en las relaciones internacionales, que miran a los
países en Vías de desarrollo. En efecto, como es sabido la tensión entre Oriente y Occidente no
refleja de por sí por sí una oposición entre dos diversos grados de desarrollo,
sino más bien entre dos concepciones del desarrollo mismo de los hombres
y de los pueblos, de tal modo imperfectas que exigen una corrección radical.
Dicha oposición se refleja en el interior de aquellos países, contribuyendo así
a ensanchar el abismo que ya existe a nivel económico entre Norte y Sur,
y que es consecuencia de la distancia entre los dos mundos más
desarrollados y los menos desarrollados.
Esta es una de las razones por las que
la doctrina social de la Iglesia asume una actitud crítica tanto ante el
capitalismo liberal como ante el colectivismo marxista. En efecto, desde el
punto de vista del desarrollo surge espontánea la pregunta: ¿de qué manera o en
qué medida estos dos sistemas son susceptibles de transformaciones y capaces de
ponerse al día, de modo que favorezcan o promuevan un desarrollo verdadero e
integral del hombre y de los pueblos en la sociedad actual? De hecho, estas
transformaciones y puestas al día son urgentes e indispensables para la causa
de un desarrollo común a todos.
Los Países independizados recientemente,
que esforzándose en conseguir su propia identidad cultural y política
necesitarían la aportación eficaz y desinteresada de los países más ricos y
desarrollados, en encuentran comprometidos - y a veces incluso desbordados- en
conflictos ideológicos que producen inevitables divisiones internas, llegando
incluso a provocar en algunos casos verdaderas guerras civiles. Esto sucede
porque las inversiones y las ayudas para el desarrollo a menudo son desviadas
de su propio fin e instrumentalizadas para alimentar los contrastes, por encima
y en contra de los intereses de los países que deberían beneficiarse de ello.
Muchos de ellos son cada vez más
conscientes del peligro de caer víctimas de un neocolonialismo y tratan de
librarse. Esta conciencia es tal que ha dado origen, aunque con dificultades,
oscilaciones y a veces contradicciones, al Movimiento internacional de los
Países No Alineados, el cual, en lo que constituye su aspecto positivo,
quisiera afirmar efectivamente el derecho de cada pueblo a su propia identidad,
a su propia independencia y seguridad, así como a la participación, sobre la
base de la igualdad y de la solidaridad, de los bienes que están destinados a
todos los hombres.
Tendencia al imperialismo
Los Países subdesarrollados, en vez de
transformarse en Naciones autónomas, preocupadas de su propia marcha
hacia la justa participación en los bienes y servicios destinados a todos, se
convierten en piezas de un mecanismo y de un engranaje gigantesco. Esto sucede
a menudo en el campo de los medios de comunicación social, los cuales, al estar
dirigidos mayormente por centros de la parte Norte del mundo, no siempre tienen
en la debida consideración las prioridades y los problemas propios de estos
países, ni respetan su fisonomía cultural; a menudo, imponen una visión
desviada de la vida y del hombre y así no responden a las exigencias del
verdadero desarrollo.
La afirmación de la Encíclica Populorum
Progressio, de que los recursos destinados a la producción de armas deben
ser empleados en aliviar la miseria de las poblaciones necesitadas41, hace más
urgente el llamado a superar la contraposición entre los dos bloques.
Si la producción de armas es un grave
desorden que reina en el mundo actual respecto a las verdaderas necesidades
de los hombres y al uso de los medios adecuados para satisfacerlas, no lo es
menos el comercio de las mismas. Más aún, a propósito de esto, es preciso
añadir que el juicio moral es todavía más severo. Como se sabe, se trata
de un comercio sin fronteras capaz de sobrepasar incluso las de los bloques.
Supera la división entre Oriente y Occidente y, sobre todo, la que hay entre
Norte y Sur, llegando hasta los diversos componentes de la parte
meridional del mundo.
Por otra parte, resulta muy alarmante
constatar en muchos países el lanzamiento de campañas sistemáticas contra
la natalidad, por iniciativa de sus Gobiernos, en contraste no sólo con la
identidad cultural y religiosas de los mismos países, sino también con la
naturaleza del verdadero desarrollo. En todo caso, se trata
de una falta absoluta de respeto por la libertad de decisión de las
personas afectadas, hombres y mujeres, sometidos a veces a intolerables
presiones, incluso económicas para someterlas a esta nueva forma de opresión.
Son las poblaciones más pobres las que sufren los atropellos, y ello llega a
originar en ocasiones la tendencia a un cierto racismo, o favorece la
aplicación de ciertas formas de eufemismo, igualmente racistas.
En este sentido hay que reconocer la influencia
ejercida por la Declaración de los Derechos Humanos, promulgada hace
casi cuarenta años por la Organización de la Naciones Unidas. Su misma
existencia y su aceptación progresiva por la comunidad internacional son ya
testimonio de una mayor conciencia que se está imponiendo. Los mismo cabe decir
-siempre en el campo de los derechos humanos- sobre los otros instrumentos
jurídicos de la misma Organización de las Naciones Unidas o de otros Organismos
internacionales.
La conciencia de la que se habla
no se refiere solamente a los individuos, sino también a las Naciones
y a los pueblos, los cuales, como entidades con una determinada
identidad cultural, son particularmente sensibles a la conservación, libre
gestión y promoción de su preciso patrimonio. Desde el fondo de la angustia,
del miedo y de los fenómenos de evasión como la droga, típicos del mundo
contemporáneo, emerge la idea de que el bien, al cual estamos llamados
todos, y la felicidad a la que aspiramos no se obtienen sin el esfuerzo y el
empeño de todos sin excepción, con la consiguiente renuncia al propio egoísmo.
Aquí
se inserta también, como signo de respeto por la vida -no obstante todas
las tentaciones por destruirla, desde el aborto a la eutanasia- la preocupación
concomitante por la paz; y, una vez más, se es consciente de que ésta es indivisible:
o es de todos, o de nadie. Una paz que exige, cada vez más, el
respeto riguroso de la justicia, y, por consiguiente, la distribución
equitativa de los frutos del verdadero desarrollo.
Por consiguiente, no todo es negativo
en el mundo contemporáneo -y no podía ser de otra manera- porque la
Providencia del Padre celestial vigila con amor también sobre nuestras preocupaciones
diarias (cf. Mar 6, 25-32; 10, 23-31: Lc 12, 6-7; 22, 20); es más, los valores
positivos señalados revelan una nueva preocupación moral, sobre todo en orden a
los grandes problemas humanos, como son el desarrollo y la paz.
Esta realidad me mueve a reflexionar
sobre la verdadera naturaleza del desarrollo de los pueblos, de acuerdo
con la Encíclica cuyo aniversario celebramos, y como homenaje a su enseñanza.
El
auténtico desarrollo humano
La mirada que la Encíclica invita a dar
sobre el mundo contemporáneo nos hace constatar, ante todo, que el desarrollo no
es un proceso rectilíneo, casi automático y de por sí ilimitado,
como si, en ciertas condiciones, el género humano marchará seguro hacia una especie
de perfección indefinida.
Esta concepción -unida a una noción de
"progreso" de connotaciones filosóficas de tipo iluminista, más bien
que a la de "desarrollo", usada en sentido específicamente
económico-social- parece puesta ahora seriamente en duda, sobre todo después de
la trágica experiencia de las dos guerras mundiales, de la destrucción planeada
y en parte realizada de poblaciones enteras y del peligro atómico que amenaza.
A un ingenuo optimismo mecanicista le reemplaza una fundada inquietud
por el destino de la humanidad.
Una de las mayores injusticias del mundo
contemporáneo consiste precisamente en esto: en que son relativamente pocos los
que poseen mucho, y muchos los que no poseen casi nada. Es la injusticia
de la mala distribución de los bienes y servicios destinados originariamente a
todos.
El mal no consiste en el
"tener" como tal, sino en el poseer que no respeta la calidad y la
ordenada jerarquía de los bienes que se tienen. Calidad y jerarquía que
derivan de la subordinación de los bienes y de su disponibilidad al
"ser" del hombre y a su verdadera vocación. Con esto se demuestra que si el desarrollo tiene
una necesaria dimensión económica, puesto que debe procurar al mayor
número posible de habitantes del mundo la disponibilidad de bienes
indispensables para "ser", sin embargo no se agota con esta
dimensión. En cambio, si se limita a ésta, el desarrollo se vuelve contra
aquéllos mismos a quienes se desea beneficiar.
El hombre tiene así una cierta afinidad
con las demás creaturas: está llamado a utilizarlas a ocuparse de ellas y
-siempre según la narración del Génesis (2, 15)- es colocado en el
jardín para cultivarlo y custodiarlo, por encima de todos los demás seres
puestos por Dios bajo su dominio (cf. Ibid. 1, 15 s.). Pero al mismo tiempo, el
hombre debe someterse a la voluntad de Dios, que le pone límites en el uso y
dominio de las cosas (cf. Ibid. 2, 16 s.), a la par que le promete la inmortalidad
(cf. Ibíd. 2, 9, Sab 2, 23). El hombre, pues, al ser imagen de Dios, tiene una
verdadera afinidad con El.
Según esta enseñanza, el desarrollo no
puede consistir solamente en el uso, dominio y posesión indiscriminada de
las cosas creadas y de los productos de la industria humana, sino más bien en subordinar
la posesión, el dominio y el uso a la semejanza divina del hombre y a su
vocación a la inmortalidad. Esta es la realidad trascendente del ser
humano, la cual desde el principio aparece participada por una pareja hombre y
mujer (cf. Gen 1, 27), y es por consiguiente fundamentalmente social.
En efecto, el hombre no ha sido creado,
por así decir, inmóvil y estático. La primera presentación que de él ofrece la
Biblia, lo describe ciertamente como creatura y como imagen,
determinada en su realidad profunda por el origen y el parentesco que
lo constituye.
Es lógico concluir,
al menos para quienes creen en la Palabra de Dios, que el
"desarrollo" actual debe ser considerado como un momento de la
historia iniciada en la creación y constantemente puesta en peligro por la
infidelidad a la voluntad del Creador, sobre todo por la tentación de la
idolatría, pero que corresponde fundamentalmente a las premisas iniciales.
Quien quisiera renunciar a la tarea, difícil pero exaltante, de elevar
la suerte de todo el hombre y de todos los hombres, bajo el pretexto del peso
de la lucha y del esfuerzo incesante de superación, o incluso por la experiencia
de la derrota y del retorno al punto de partida, faltaría a la voluntad de Dios
Creador.
Más aún, el mismo Señor Jesús, en la
parábola de los talentos pone de relieve el trato severo reservado al que osó
esconder el talento recibido: "Siervo malo y perezoso, sabías que yo
cosecho donde no sembré y recojo donde no esparcí... Quitadle, por tanto, su
talento y dádselo al que tiene los diez talentos" (Mt 25, 26-28). A
nosotros, que recibimos los dones de Dios para hacerlos fructificar, nos toca
"sembrar" y "recoger". Si no lo hacemos, se nos quitará incluso
lo que tenemos.
Además, esta concepción de la fe explica
claramente por qué la Iglesia se preocupa de la problemática del
desarrollo, lo considera un deber de su ministerio pastoral, y ayuda a
todos a reflexionar sobre la naturaleza y las características del auténtico desarrollo
humano. Al hacerlo, desea por una parte, servir al plan divino que ordena todas
las cosas hacia la plenitud que reside en Cristo (cf. Col 1, 19) y que él
comunicó a su Cuerpo, y por otra, responde a la vocación fundamental de "sacramento; o sea, signo e instrumento
de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano".
La conexión intrínseca entre desarrollo
auténtico y respeto de los derechos del hombre, demuestra una vez más su
carácter moral: la verdadera elevación del hombre, conforme a la
vocación natural e histórica de cada uno, no se alcanza explotando solamente
la abundancia de bienes y servicios, o disponiendo de infraestructuras
perfectas.
El carácter moral del desarrollo no
puede prescindir tampoco del respeto por los seres que constituyen la
naturaleza visible y que los griegos, aludiendo precisamente al orden que
lo distingue, llamaban el "cosmos". Estas realidades exigen también
respeto, en virtud de una triple consideración que merece atenta reflexión.
La primera consiste en la
conveniencia de tomar mayor conciencia de que no se pueden utilizar
impunemente las diversas categorías de seres, vivos o inanimados -animales,
plantas, elementos naturales- como mejor apetezca, según las propias exigencias
económicas. Al contrario, conviene tener en cuenta la naturaleza de cada ser
y su mutua conexión en un sistema ordenado, que es precisamente el
cosmos.
La segunda consideración se
funda, en cambio, en la convicción, cada vez mayor también, de la limitación
de los recursos naturales, algunos de los cuales no son, como suele
decirse, renovables. Usarlos como si fueran inagotables, con dominio
absoluto, pone seriamente en peligro su futura disponibilidad, no sólo para
la generación presente, sino sobre todo para las futuras.
La tercera consideración se
refiere directamente a las consecuencias de un cierto tipo de desarrollo sobre
la calidad de vida en las zonas industrializadas. Todos sabemos que el
resultado directo o indirecto de la industrialización es, cada vez más, la
contaminación del ambiente, con graves consecuencias para la salud de la
población.
Una vez más, es evidente que el
desarrollo, así como la voluntad de planificación que lo dirige, el uso de los
recursos y el modo de utilizarlos no están exentos de respetar las exigencias
morales. Una de éstas impone sin duda límites al uso de la naturaleza visible.
En fin, Una justa concepción del desarrollo no puede
prescindir de estas consideraciones -relativas al uso de los elementos de la
naturaleza, a la renovabilidad de los recursos y a las consecuencias de una
industrialización desordenada-, las cuales ponen ante nuestra conciencia la dimensión
moral, que debe distinguir el desarrollo.
Una
lectura teológica de los problemas modernos
A la luz del mismo carácter esencial moral,
propio del desarrollo, hay que considerar también los obstáculos que se
oponen a él. Si durante los años transcurridos desde la publicación de la
Encíclica no se ha dado este desarrollo -o se ha dado de manera escasa,
irregular, cuando no contradictoria-, las razones no pueden ser solamente
económicas. Hemos visto ya cómo intervienen también motivaciones políticas. Las
decisiones que aceleran o frenan el desarrollo de los pueblos, son ciertamente
de carácter político.
Se puede hablar ciertamente de
"egoísmo" y de "estrechez de miras". Se puede hablar
también de "cálculos políticos errados" y de "decisiones
económicas imprudentes". Y en cada una de estas calificaciones se percibe
una resonancia de carácter ético-moral. En efecto, la condición del
hombre es tal que resulta difícil analizar profundamente las acciones y
omisiones de las personas sin que implique de una u otra forma juicios o
referencias de orden ético.
Esta valoración es de por sí positiva,
sobre todo si llega a ser plenamente coherente y si se funda en la fe en Dios y
en su ley, que ordena el bien y prohíbe el mal.
A este análisis genérico de orden
religioso se pueden añadir algunas consideraciones particulares, para
indicar que entre las opiniones y actitudes opuestas a la voluntad divina y al
bien del prójimo y las "estructuras" que conllevan, dos parecen ser
las más características: el afán de ganancia exclusiva, por una parte; y
por otra, la sed de poder, con el propósito de imponer a los demás la
propia voluntad. A cada una de estas actitudes podría añadirse, para
caracterizarlas aún mejor, la expresión: "a cualquier precio". En otras
palabras, nos hallamos ante la absolutización de actitudes humanas, con
todas sus posibles consecuencias.
Para los cristianos, así como
para quienes la palabra "pecado" tiene un significado teológico
preciso, este cambio de actitud o de mentalidad, o de modo de ser, se llama, en
el lenguaje bíblico: "conversión" (cf. Mc 1, 15; Lc 13, 35; Is 30,
15). Esta conversión indica especialmente relación a Dios, al pecado cometido,
a sus consecuencias y, por tanto, al prójimo, individuo o comunidad. Es Dios,
en "cuyas manos están los corazones de los poderosos", y los de
todos, quien puede, según su promesa, transformar la obra de su Espíritu los
"corazones de piedra", en "corazones de carne" (cf. Ez 36,
26).
Signos positivos del mundo contemporáneo
son la creciente conciencia de solidaridad de los pobres entre sí, así
como también sus iniciativas de mutuo apoyo y su afirmación pública en el
escenario social, no recurriendo a la violencia, sino presentando sus carencias
y sus derechos frente a la ineficiencia o a la corrupción de los poderes
públicos. La Iglesia, en virtud de su compromiso evangélico, se siente llamada
a estar junto a estas multitudes pobres, a discernir la justicia de sus
reclamaciones y a ayudar a hacerlas realidad sin perder de vista al bien de los
grupos en función del bien común.
Entonces la conciencia de la paternidad
común de Dios, de la hermandad de todos los hombres de Cristo, "hijos en
el Hijo", de la presencia y acción vivificadora del Espíritu Santo,
conferirá a nuestra mirada sobre el mundo un nuevo criterio para
interpretarlo. Por encima de los vínculos humanos y naturales, tan fuertes y
profundos, se percibe a la luz de la fe un nuevo modelo de unidad del
género humano, en el cual debe inspirarse en última instancia la solidaridad.
Este supremo modelo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios, Uno en
tres Personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra
"comunión". Esta comunión, específicamente cristiana, celosamente
custodiada, extendida y enriquecida con la ayuda del Señor, es el alma de
la vocación de la Iglesia a ser "sacramento", en el sentido ya
indicado.
Muchos santos canonizados por la Iglesia
dan admirable testimonio de esta solidaridad y sirven de empleo en las
difíciles circunstancias actuales. Entre ellos deseo recordar a San Pedro
Claver, con su servicio a los esclavos de Cartagena de Indias, y a San
Maximiliano María Kolbe, dando su vida por un prisionero desconocido en el
campo de concentración de Auschwitz-Oswiecim.
Algunas orientaciones particulares
La Iglesia no tiene soluciones
técnicas que ofrecer al problema del subdesarrollo en cuanto tal, como ya
afirmó el Papa Pablo VI, en su Encíclica69. En efecto, no propone sistemas o
programas económicos y políticos, ni manifiesta preferencias por unos o por
otros, con tal que la dignidad del hombre sea debidamente respetada y
promovida, y ella goce del espacio necesario para ejercer su ministerio en el
mundo.
Por eso la Iglesia tiene una palabra
que decir, tanto hoy como hace veinte años, así como en el futuro, sobre la
naturaleza, condiciones, exigencias y finalidades del verdadero desarrollo y
sobre los obstáculos que se oponen a él. Al hacerlo así, cumple su misión evangelizadora,
ya que da su primera contribución a la solución del problema urgente del
desarrollo cuando proclama la verdad sobre Cristo, sobre sí misma y sobre el
hombre, aplicándola a una situación concreta71.
Es necesario recordar una vez más aquel
principio peculiar de la doctrina cristiana: los bienes de este mundo están originariamente
destinados todos78. El derecho a la propiedad privada es válido y
necesario, pero no anula el valor de tal principio. En efecto, sobre ella
grava "una hipoteca social"79, es decir, posee, como cualidad
intrínseca, una función social fundada y justificada precisamente sobre el
principio del destino universal de los bienes.
Las Organizaciones internacionales,
en opinión de muchos, habrían llegado a un momento de su existencia, en el que
sus mecanismos de funcionamiento, los costes operativos y su eficacia requieren
un examen atento y eventuales correcciones. Evidentemente no se conseguirá tan
delicado proceso sin la colaboración de todos. Esto supone la superación de las
rivalidades política y la renuncia a la voluntad de instrumentalizar dichas
Organizaciones, cuya razón única de ser es el bien común.
El desarrollo requiere sobre todo
espíritu de iniciativa por parte de los mismos países que lo necesitan81. Cada
uno de ellos ha de actuar según sus propias responsabilidades, sin esperarlo
todo de los países más favorecidos y actuando en colaboración con los que
se encuentran en la misma situación. Cada uno debe descubrir y aprovechar lo
mejor posible el espacio de su propia libertad. Cada uno debería llegar
a ser capaz de iniciativas que respondan a las propias exigencias de la
sociedad. Cada uno debería darse cuenta también de las necesidades reales, así
como de los derechos y deberes a que tienen que hacer frente. El desarrollo de
los pueblos comienza y encuentra su realización más adecuada en el compromiso
de cada pueblo para su desarrollo, en colaboración con todos los demás.
Otras naciones necesitan reformar
algunas estructuras y, en particular, sus instituciones políticas, para
sustituir regímenes corrompidos, dictatoriales o autoritarios, por otros democráticos
y participativos. Es un proceso que, es de esperar, se extienda y
consolide, porque la "salud" de una comunidad política -en cuanto se
expresa mediante la libre participación y responsabilidad de todos los
ciudadanos en la gestión pública, la seguridad del derecho, el respeto y la promoción
de los derechos humanos es condición necesaria y garantía segura para el
desarrollo de "todo el hombre y de todos los hombres".
La solidaridad universal
requiere, como condición indispensable, su autonomía y libre disponibilidad,
incluso dentro de asociaciones como las indicadas. Pero, al mismo tiempo,
requiere disponibilidad para aceptar los sacrificios necesarios por el bien de
la comunidad mundial.
CONCLUSIÓN
Los pueblos y los individuos aspiran a su liberación:
la búsqueda del pleno desarrollo es el signo de su deseo de superar los
múltiples obstáculos que les impiden gozar de una "vida más humana".
Un
desarrollo solamente económico no es capaz de liberar al hombre, al contrario,
lo esclaviza todavía más. Un desarrollo que no abarque la dimensión
cultural, trascendente y religiosa del hombre y de la sociedad, en la
medida en que no reconoce la existencia de tales dimensiones, no orienta en
función de las mismas sus objetivos y prioridades, contribuiría aún menos a la
verdadera liberación. El ser humano es totalmente libre sólo cuando es él
mismo, en la plenitud de sus derechos y deberes; y lo mismo cabe decir de
toda la sociedad.
La
Iglesia tiene también confianza en el hombre, aun conociendo la maldad
de que es capaz, porque sabe bien -no obstante el pecado heredado y el que cada
uno puede cometer- que hay en la persona humana suficientes cualidades y
energías, y hay una "bondad" fundamental (cf. Gen 1, 31), porque es
imagen de su Creador, puesta bajo el influjo redentor de Cristo, "cercano
a todo hombre", y porque la acción eficaz del Espíritu Santo "llena
la tierra" (Sab 1, 7).
Por tanto, no se justifican ni la
desesperación, ni el pesimismo, ni la pasividad. Aunque con tristeza, conviene
decir que, así como se puede pecar por egoísmo, por afán de ganancia exagerada
y de poder, se puede faltar también -ante las urgentes necesidades de
unas muchedumbres hundidas en el subdesarrollo- por temor, indecisión y,
en el fondo, por cobardía. Todos estamos llamados, más aún obligados,
a afrontar este tremendo desafío de la última década del segundo
milenio.
En este empeño, deben ser ejemplo y guía
los hijos de la Iglesia, llamados, según el programa enunciado por el mismo
Jesús en la sinagoga de Nazaret, a "anunciar a los pobres la Buena
Nueva... a proclamar la liberación de los cautivos, la vista a los ciegos, para
dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor"
(Lc 4, 18-19). Y en esto conviene subrayar el papel preponderante que
cabe a los laicos, hombres y mujeres, como se ha dicho varias veces
durante la reciente Asamblea sinodal. A ellos compete animar, con su compromiso
cristiano, las realidades y, en ellas, procurar ser testigos y operadores de
paz y de justicia.
Aunque imperfecto y provisional, nada de
lo que se puede y debe realizar mediante el esfuerzo solidario de todos y la
gracia divina en un momento dado de la historia, para hacer "más
humana" la vida de los hombres, se habrá perdido ni habrá sido vano.
Esto enseña el Concilio Vaticano II en un texto luminoso de la Constitución
pastoral Gaudium et spes: "Pues los bienes de la dignidad humana,
la unión fraterna y la libertad, en una palabra, todos los frutos excelentes de
la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la
tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a
encontrarlos, limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando
Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal...; reino que está ya
misteriosamente presente en nuestra tierra".
María Santísima, nuestra Madre y Reina,
es la que, dirigiéndose a su Hijo, dice: "No tienen vino" (Jn 2,3) y
es también la que alaba a Dios Padre, porque "derribó a los potentados de
sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y
despidió a los ricos sin nada" (Lc 1, 52 s). Su solicitud maternal se
interesa por los aspectos personales y sociales de la vida de los
hombres en la tierra.
Ante la Trinidad Santísima, confío a
María todo lo que he expuesto en esta Carta, invitando a todos a reflexionar y
a comprometerse activamente en promover el verdadero desarrollo de los pueblos,
como adecuadamente expresa la oración de la Misa por esta intención: "Oh
Dios, que diste un origen a todos los pueblos y quisiste formar con ellos una
sola familia en tu amor, llena los corazones del fuego de tu caridad y suscita
en todos los hombres el deseo de un progreso justo y fraternal, para que se
realice cada uno como persona humana y reinen en el mundo la igualdad y la
paz".
Al concluir, pido esto en nombre de todos los
hermanos y hermanas, a quienes, en señal de benevolencia, envío mi especial
Bendición.
“Dios le Bendiga”…
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