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sábado, 23 de abril de 2016

¿Tiene la Iglesia una preocupación social?

Referencia de la “Carta Encíclica Sollicitudo Rei Sociales “.
Del sumo pontífice Juan Pablo II.

Por: José G. Santana


INTRODUCCIÓN

La preocupación social de la Iglesia, orientada al desarrollo auténtico del hombre y de la sociedad, que respete y promueva en toda su dimensión la persona humana, se ha expresado siempre de modo muy diverso. Uno de los medios destacados de intervención ha sido, en los últimos tiempos, el Magisterio de los Romanos Pontífices, que, a partir de la Encíclica Rerum Novarum de León XIII como punto de referencia1, ha tratado frecuentemente la cuestión, haciendo coincidir a veces las fechas de publicación de los diversos documentos sociales con los aniversarios de aquel primer documento. Los Sumos Pontífices no han dejado de iluminar con tales intervenciones aspectos también nuevos de la doctrina social de la Iglesia.

En este notable cuerpo de enseñanza social se encuadra y distingue la Encíclica Populorum Progressio, que mi venerado Predecesor Pablo VI publicó el 26 de marzo de 1967. Conmemoraciones que han tenido lugar a lo largo de este año, de distinto modo y en muchos ambientes del mundo eclesiástico y civil. Con esta misma finalidad la Pontificia Comisión Iustitia et Pax envió el año pasado una carta circular a los Sínodos de la Iglesias católicas Orientales así como a las Conferencias Episcopales, pidiendo opiniones y propuestas sobre el mejor modo de celebrar el aniversario de esta Encíclica, enriquecer asimismo sus enseñanzas y eventualmente actualizarlas.
 La misma Comisión promovió, a la conclusión del vigésimo aniversario, una solemne conmemoración a la cual yo mismo creí oportuno tomar parte con la alocución final5. Y ahora, tomando en consideración también el contenido de las respuestas dadas a la mencionada carta circular, creo conveniente, al término de 1987, dedicar una Encíclica al tema de la Populorum Progressio.
Con esto me propongo alcanzar principalmente dos objetivos de no poca importancia: por un lado, rendir homenaje a este histórico documento de Pablo VI y a la importancia de su enseñanza; por el otro, manteniéndome en la línea trazada por mis venerados Predecesores en la Cátedra de Pedro, afirmar una vez más la continuidad de la doctrina social junto con su constante renovación. En efecto, continuidad y renovación son una prueba de la perenne validez de la enseñanza de la Iglesia.


Novedad de la encíclica Populorum Progressio.
La Populorum Progressio desde que el Papa Pablo VI la publicó llamó a la atención de todo el público por su novedad. Es por ello, que se tuvo la posibilidad de verificar correctamente con claridad la doctrina social de la Iglesia. Por tanto, el tentativo de volver a descubrir numerosos aspectos  de esta enseñanza, a través de una lectura atenta  de este documento.
La publicación de esta Encíclica en el 1967, lleva a considerar el documento en relación al Concilio Vaticano II, que se había clausurado el 8 de diciembre de 1965. Pero este hecho se debe ver más que una cercanía cronológica. Es por tanto, que la encíclica Populorum pregessio se presenta, en cierto modo, como un documento de aplicación de las enseñanzas del concilio. Y esto no solo porque la Encíclica hace constantes referencias a los textos conciliares, sino porque nace de la preocupación de la Iglesia, que inspiró todo el trabajo conciliar, de modo particular a la Constitución  pastoral Guadium et spes, en la labor de coordinar y desarrollar algunos temas sociales.
Por consiguiente, se puede afirmar que la encíclica al cual se hace referencia es como la respuesta a la  llamada  del Concilio. Los gozos y las esperanzas, tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobretodo de los pobres y cuantos sufren, son a la vez  gozos y esperanzas, tristeza y angustias de los discípulos de Cristo. No hay en verdaderamente  humano que no encuentre eso en su corazón. Este es el motivo fundamental que inspiró el documento del Concilio, ya que parte de la miseria y el subdesarrollo, es decir, las tristezas y angustias que viven los pobres hoy día. Es por esto, que en esa situación de pobreza y calamidad de los más desposeído, que la Iglesia indica un horizonte de gozo y esperanza.
En el orden temático, la encíclica sigue la tradición de la enseñanza social de la Iglesia, ya que propone directamente la nueva expansión y una sustanciosa síntesis del  que la jerarquía de la Iglesia ha realizado. Entre otros temas propuestos se puede hacer alusión de la misión de la  Iglesia de escrutar los signos de los tiempos e interpretarlo a luz del evangelio, la conciencia, igualmente profunda de su misión de servicio, la confirmación de la enseñanza conciliar  y el aprecio por la cultura y la civilización técnica que contribuyen a la liberación del hombre, sin dejar de reconocer sus límites.
Como tercer puno la Encíclica da un considerable aporte de novedad a la doctrina social de la Iglesia en su conjunto y en la misma concepción de desarrollo. Esta novedad se halla en una frase  que se lee y que puede ser considerada como su fórmula  recapituladora, además de su importancia histórica, es decir, la paz para humanidad.
En fin, esta carta Encíclica ve un mundo distinto, dominado por la solicitud, por el bien común de toda la humanidad, o sea por la preocupación del desarrollo espiritual y humano de todos, en lugar de la búsqueda del provecho particular, y así la paz sería posible como fruto de una justicia más perfecta entre los hombres.
Panorama del mundo contemporáneo
La enseñanza fundamental de la Populorum Progressio tuvo su día gran eco por su novedad. El contexto social en que se vive en la actualidad no es igual al de hace veinte años atrás. Es por esto, que el Papa se detiene a profundizar sobre algunas características del mundo actual, siempre bajo el punto de vista del desarrollo de los pueblos.
El primer aspecto a destacar es que la esperanza de desarrollo, entonces tan viva, aparece en la actualidad muy lejana de la realidad. En este proceso la encíclica no se hacía alusión alguna. Puesto que, su lenguaje grave, a veces dramático, se limitaba a subrayar el peso de la situación y a proponer la conciencia de todos la obligación urgente de contribuir a resolverla. En aquellos años prevalecía un cierto optimismo sobre la posibilidad de colmar, sin esfuerzos excesivos de los pueblos pobres, de proveerlos de infraestructura y de asistirlo en el proceso de industrialización.
No se puede afirmar que estas diversas iniciativas religiosas, humanas, económicas y técnicas, hayan sido superfluas,  dado que han podido alcanzar algunos resultados. Pero en línea general, teniendo en cuenta los diversos factores, no se puede negar que la actual situación del mundo, bajo el aspecto de desarrollo, ofrezca una impresión más bien negativa.
Por ello, se debe llamar la atención sobre algunos indicadores genéricos, sin excluir otros más específicos. Dejando a un lado el análisis de cifras y estadísticas, es suficiente mirar la realidad de una  multitud ingente de hombres y mujeres, niños, adultos y ancianos, en una palabra, de personas humanas concretas e irrepetibles, que sufren el peso intolerable de la miseria. En el mundo actual, son muchos los millones que carecen de esperanza debido al hecho de que en muchos lugares de la tierra, su situación se ha agravado sensiblemente. Ante estos dramas de total  indigencia y necesidad, en que viven muchos de nuestros hermanos y hermanas, es el mismo Señor Jesús quien viene a interpelarnos.
A la abundancia de bienes y servicios disponibles en algunas partes del mundo, sobre todo en el Norte desarrollado, corresponde en el Sur un inadmisible retraso y es precisamente en esta zona geopolítica donde vive la mayor parte de la humanidad. Tal vez no es éste el vocablo adecuado para indicar la verdadera realidad, ya que puede dar la impresión de un fenómeno  estacionario.      En el camino de los países desarrollados y en vías de desarrollo se ha verificado a lo largo de estos años una velocidad diversa de aceleración, que impulsa a aumentar  las distancias. Es por esto, que los países de desarrollo se encuentran en un gravísimo retraso.
No se puede silenciar el profundo vínculo que existe entre este problema de los países desarrollados y los que van en vías de desarrollo, cuya creciente gravedad   había sido ya prevista por la Populorum Progressio.
La contraposición es ante todo política, en cuanto a cada bloque encuentra su identidad en un sistema de organización de la sociedad y de la gestión del poder, que intenta ser alternativo al otro; a su vez, la contraposición más profunda  que es de orden ideológica. En Occidente existe, en efecto, un sistema inspirado  históricamente en el “capitalismo liberal”, tal como se desarrolló en el siglo pasado; en Oriente se da un sistema inspirado en el colectivismo marxista, que nació de la interpretación de la condición de la clase proletaria, realizada a la luz de una peculiar lectura de la historia.
Esto se verifica con un efecto particularmente negativo en las relaciones internacionales, que miran a los países en Vías de desarrollo. En efecto, como es sabido  la tensión entre Oriente y Occidente no refleja de por sí por sí una oposición entre dos diversos grados de desarrollo, sino más bien entre dos concepciones del desarrollo mismo de los hombres y de los pueblos, de tal modo imperfectas que exigen una corrección radical. Dicha oposición se refleja en el interior de aquellos países, contribuyendo así a ensanchar el abismo que ya existe a nivel económico entre Norte y Sur, y que es consecuencia de la distancia entre los dos mundos más desarrollados y los menos desarrollados.
Esta es una de las razones por las que la doctrina social de la Iglesia asume una actitud crítica tanto ante el capitalismo liberal como ante el colectivismo marxista. En efecto, desde el punto de vista del desarrollo surge espontánea la pregunta: ¿de qué manera o en qué medida estos dos sistemas son susceptibles de transformaciones y capaces de ponerse al día, de modo que favorezcan o promuevan un desarrollo verdadero e integral del hombre y de los pueblos en la sociedad actual? De hecho, estas transformaciones y puestas al día son urgentes e indispensables para la causa de un desarrollo común a todos.
Los Países independizados recientemente, que esforzándose en conseguir su propia identidad cultural y política necesitarían la aportación eficaz y desinteresada de los países más ricos y desarrollados, en encuentran comprometidos - y a veces incluso desbordados- en conflictos ideológicos que producen inevitables divisiones internas, llegando incluso a provocar en algunos casos verdaderas guerras civiles. Esto sucede porque las inversiones y las ayudas para el desarrollo a menudo son desviadas de su propio fin e instrumentalizadas para alimentar los contrastes, por encima y en contra de los intereses de los países que deberían beneficiarse de ello.
Muchos de ellos son cada vez más conscientes del peligro de caer víctimas de un neocolonialismo y tratan de librarse. Esta conciencia es tal que ha dado origen, aunque con dificultades, oscilaciones y a veces contradicciones, al Movimiento internacional de los Países No Alineados, el cual, en lo que constituye su aspecto positivo, quisiera afirmar efectivamente el derecho de cada pueblo a su propia identidad, a su propia independencia y seguridad, así como a la participación, sobre la base de la igualdad y de la solidaridad, de los bienes que están destinados a todos los hombres.
Tendencia al imperialismo
Los Países subdesarrollados, en vez de transformarse en Naciones autónomas, preocupadas de su propia marcha hacia la justa participación en los bienes y servicios destinados a todos, se convierten en piezas de un mecanismo y de un engranaje gigantesco. Esto sucede a menudo en el campo de los medios de comunicación social, los cuales, al estar dirigidos mayormente por centros de la parte Norte del mundo, no siempre tienen en la debida consideración las prioridades y los problemas propios de estos países, ni respetan su fisonomía cultural; a menudo, imponen una visión desviada de la vida y del hombre y así no responden a las exigencias del verdadero desarrollo.
La afirmación de la Encíclica Populorum Progressio, de que los recursos destinados a la producción de armas deben ser empleados en aliviar la miseria de las poblaciones necesitadas41, hace más urgente el llamado a superar la contraposición entre los dos bloques.
Si la producción de armas es un grave desorden que reina en el mundo actual respecto a las verdaderas necesidades de los hombres y al uso de los medios adecuados para satisfacerlas, no lo es menos el comercio de las mismas. Más aún, a propósito de esto, es preciso añadir que el juicio moral es todavía más severo. Como se sabe, se trata de un comercio sin fronteras capaz de sobrepasar incluso las de los bloques. Supera la división entre Oriente y Occidente y, sobre todo, la que hay entre Norte y Sur, llegando hasta los diversos componentes de la parte meridional del mundo.
Por otra parte, resulta muy alarmante constatar en muchos países el lanzamiento de campañas sistemáticas contra la natalidad, por iniciativa de sus Gobiernos, en contraste no sólo con la identidad cultural y religiosas de los mismos países, sino también con la naturaleza del verdadero desarrollo. En todo caso, se trata de una falta absoluta de respeto por la libertad de decisión de las personas afectadas, hombres y mujeres, sometidos a veces a intolerables presiones, incluso económicas para someterlas a esta nueva forma de opresión. Son las poblaciones más pobres las que sufren los atropellos, y ello llega a originar en ocasiones la tendencia a un cierto racismo, o favorece la aplicación de ciertas formas de eufemismo, igualmente racistas.
En este sentido hay que reconocer la influencia ejercida por la Declaración de los Derechos Humanos, promulgada hace casi cuarenta años por la Organización de la Naciones Unidas. Su misma existencia y su aceptación progresiva por la comunidad internacional son ya testimonio de una mayor conciencia que se está imponiendo. Los mismo cabe decir -siempre en el campo de los derechos humanos- sobre los otros instrumentos jurídicos de la misma Organización de las Naciones Unidas o de otros Organismos internacionales.
La conciencia de la que se habla no se refiere solamente a los individuos, sino también a las Naciones y a los pueblos, los cuales, como entidades con una determinada identidad cultural, son particularmente sensibles a la conservación, libre gestión y promoción de su preciso patrimonio. Desde el fondo de la angustia, del miedo y de los fenómenos de evasión como la droga, típicos del mundo contemporáneo, emerge la idea de que el bien, al cual estamos llamados todos, y la felicidad a la que aspiramos no se obtienen sin el esfuerzo y el empeño de todos sin excepción, con la consiguiente renuncia al propio egoísmo.

Aquí se inserta también, como signo de respeto por la vida -no obstante todas las tentaciones por destruirla, desde el aborto a la eutanasia- la preocupación concomitante por la paz; y, una vez más, se es consciente de que ésta es indivisible: o es de todos, o de nadie. Una paz que exige, cada vez más, el respeto riguroso de la justicia, y, por consiguiente, la distribución equitativa de los frutos del verdadero desarrollo.
Por consiguiente, no todo es negativo en el mundo contemporáneo -y no podía ser de otra manera- porque la Providencia del Padre celestial vigila con amor también sobre nuestras preocupaciones diarias (cf. Mar 6, 25-32; 10, 23-31: Lc 12, 6-7; 22, 20); es más, los valores positivos señalados revelan una nueva preocupación moral, sobre todo en orden a los grandes problemas humanos, como son el desarrollo y la paz.
Esta realidad me mueve a reflexionar sobre la verdadera naturaleza del desarrollo de los pueblos, de acuerdo con la Encíclica cuyo aniversario celebramos, y como homenaje a su enseñanza.
 El auténtico desarrollo humano
La mirada que la Encíclica invita a dar sobre el mundo contemporáneo nos hace constatar, ante todo, que el desarrollo no es un proceso rectilíneo, casi automático y de por sí ilimitado, como si, en ciertas condiciones, el género humano marchará seguro hacia una especie de perfección indefinida.
Esta concepción -unida a una noción de "progreso" de connotaciones filosóficas de tipo iluminista, más bien que a la de "desarrollo", usada en sentido específicamente económico-social- parece puesta ahora seriamente en duda, sobre todo después de la trágica experiencia de las dos guerras mundiales, de la destrucción planeada y en parte realizada de poblaciones enteras y del peligro atómico que amenaza. A un ingenuo optimismo mecanicista le reemplaza una fundada inquietud por el destino de la humanidad.
Una de las mayores injusticias del mundo contemporáneo consiste precisamente en esto: en que son relativamente pocos los que poseen mucho, y muchos los que no poseen casi nada. Es la injusticia de la mala distribución de los bienes y servicios destinados originariamente a todos.
El mal no consiste en el "tener" como tal, sino en el poseer que no respeta la calidad y la ordenada jerarquía de los bienes que se tienen. Calidad y jerarquía que derivan de la subordinación de los bienes y de su disponibilidad al "ser" del hombre y a su verdadera vocación. Con esto se demuestra que si el desarrollo tiene una necesaria dimensión económica, puesto que debe procurar al mayor número posible de habitantes del mundo la disponibilidad de bienes indispensables para "ser", sin embargo no se agota con esta dimensión. En cambio, si se limita a ésta, el desarrollo se vuelve contra aquéllos mismos a quienes se desea beneficiar.
El hombre tiene así una cierta afinidad con las demás creaturas: está llamado a utilizarlas a ocuparse de ellas y -siempre según la narración del Génesis (2, 15)- es colocado en el jardín para cultivarlo y custodiarlo, por encima de todos los demás seres puestos por Dios bajo su dominio (cf. Ibid. 1, 15 s.). Pero al mismo tiempo, el hombre debe someterse a la voluntad de Dios, que le pone límites en el uso y dominio de las cosas (cf. Ibid. 2, 16 s.), a la par que le promete la inmortalidad (cf. Ibíd. 2, 9, Sab 2, 23). El hombre, pues, al ser imagen de Dios, tiene una verdadera afinidad con El.
Según esta enseñanza, el desarrollo no puede consistir solamente en el uso, dominio y posesión indiscriminada de las cosas creadas y de los productos de la industria humana, sino más bien en subordinar la posesión, el dominio y el uso a la semejanza divina del hombre y a su vocación a la inmortalidad. Esta es la realidad trascendente del ser humano, la cual desde el principio aparece participada por una pareja hombre y mujer (cf. Gen 1, 27), y es por consiguiente fundamentalmente social.
En efecto, el hombre no ha sido creado, por así decir, inmóvil y estático. La primera presentación que de él ofrece la Biblia, lo describe ciertamente como creatura y como imagen, determinada en su realidad profunda por el origen y el parentesco que lo constituye.
Es lógico concluir, al menos para quienes creen en la Palabra de Dios, que el "desarrollo" actual debe ser considerado como un momento de la historia iniciada en la creación y constantemente puesta en peligro por la infidelidad a la voluntad del Creador, sobre todo por la tentación de la idolatría, pero que corresponde fundamentalmente a las premisas iniciales. Quien quisiera renunciar a la tarea, difícil pero exaltante, de elevar la suerte de todo el hombre y de todos los hombres, bajo el pretexto del peso de la lucha y del esfuerzo incesante de superación, o incluso por la experiencia de la derrota y del retorno al punto de partida, faltaría a la voluntad de Dios Creador.
Más aún, el mismo Señor Jesús, en la parábola de los talentos pone de relieve el trato severo reservado al que osó esconder el talento recibido: "Siervo malo y perezoso, sabías que yo cosecho donde no sembré y recojo donde no esparcí... Quitadle, por tanto, su talento y dádselo al que tiene los diez talentos" (Mt 25, 26-28). A nosotros, que recibimos los dones de Dios para hacerlos fructificar, nos toca "sembrar" y "recoger". Si no lo hacemos, se nos quitará incluso lo que tenemos.
Además, esta concepción de la fe explica claramente por qué la Iglesia se preocupa de la problemática del desarrollo, lo considera un deber de su ministerio pastoral, y ayuda a todos a reflexionar sobre la naturaleza y las características del auténtico desarrollo humano. Al hacerlo, desea por una parte, servir al plan divino que ordena todas las cosas hacia la plenitud que reside en Cristo (cf. Col 1, 19) y que él comunicó a su Cuerpo, y por otra, responde a la vocación fundamental de "sacramento; o sea, signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano".
La conexión intrínseca entre desarrollo auténtico y respeto de los derechos del hombre, demuestra una vez más su carácter moral: la verdadera elevación del hombre, conforme a la vocación natural e histórica de cada uno, no se alcanza explotando solamente la abundancia de bienes y servicios, o disponiendo de infraestructuras perfectas.
El carácter moral del desarrollo no puede prescindir tampoco del respeto por los seres que constituyen la naturaleza visible y que los griegos, aludiendo precisamente al orden que lo distingue, llamaban el "cosmos". Estas realidades exigen también respeto, en virtud de una triple consideración que merece atenta reflexión.
La primera consiste en la conveniencia de tomar mayor conciencia de que no se pueden utilizar impunemente las diversas categorías de seres, vivos o inanimados -animales, plantas, elementos naturales- como mejor apetezca, según las propias exigencias económicas. Al contrario, conviene tener en cuenta la naturaleza de cada ser y su mutua conexión en un sistema ordenado, que es precisamente el cosmos.
La segunda consideración se funda, en cambio, en la convicción, cada vez mayor también, de la limitación de los recursos naturales, algunos de los cuales no son, como suele decirse, renovables. Usarlos como si fueran inagotables, con dominio absoluto, pone seriamente en peligro su futura disponibilidad, no sólo para la generación presente, sino sobre todo para las futuras.
La tercera consideración se refiere directamente a las consecuencias de un cierto tipo de desarrollo sobre la calidad de vida en las zonas industrializadas. Todos sabemos que el resultado directo o indirecto de la industrialización es, cada vez más, la contaminación del ambiente, con graves consecuencias para la salud de la población.
Una vez más, es evidente que el desarrollo, así como la voluntad de planificación que lo dirige, el uso de los recursos y el modo de utilizarlos no están exentos de respetar las exigencias morales. Una de éstas impone sin duda límites al uso de la naturaleza visible. En fin, Una justa concepción del desarrollo no puede prescindir de estas consideraciones -relativas al uso de los elementos de la naturaleza, a la renovabilidad de los recursos y a las consecuencias de una industrialización desordenada-, las cuales ponen ante nuestra conciencia la dimensión moral, que debe distinguir el desarrollo.  
 Una lectura teológica de los problemas modernos
A la luz del mismo carácter esencial moral, propio del desarrollo, hay que considerar también los obstáculos que se oponen a él. Si durante los años transcurridos desde la publicación de la Encíclica no se ha dado este desarrollo -o se ha dado de manera escasa, irregular, cuando no contradictoria-, las razones no pueden ser solamente económicas. Hemos visto ya cómo intervienen también motivaciones políticas. Las decisiones que aceleran o frenan el desarrollo de los pueblos, son ciertamente de carácter político.
Se puede hablar ciertamente de "egoísmo" y de "estrechez de miras". Se puede hablar también de "cálculos políticos errados" y de "decisiones económicas imprudentes". Y en cada una de estas calificaciones se percibe una resonancia de carácter ético-moral. En efecto, la condición del hombre es tal que resulta difícil analizar profundamente las acciones y omisiones de las personas sin que implique de una u otra forma juicios o referencias de orden ético.
Esta valoración es de por sí positiva, sobre todo si llega a ser plenamente coherente y si se funda en la fe en Dios y en su ley, que ordena el bien y prohíbe el mal.
A este análisis genérico de orden religioso se pueden añadir algunas consideraciones particulares, para indicar que entre las opiniones y actitudes opuestas a la voluntad divina y al bien del prójimo y las "estructuras" que conllevan, dos parecen ser las más características: el afán de ganancia exclusiva, por una parte; y por otra, la sed de poder, con el propósito de imponer a los demás la propia voluntad. A cada una de estas actitudes podría añadirse, para caracterizarlas aún mejor, la expresión: "a cualquier precio". En otras palabras, nos hallamos ante la absolutización de actitudes humanas, con todas sus posibles consecuencias.
Para los cristianos, así como para quienes la palabra "pecado" tiene un significado teológico preciso, este cambio de actitud o de mentalidad, o de modo de ser, se llama, en el lenguaje bíblico: "conversión" (cf. Mc 1, 15; Lc 13, 35; Is 30, 15). Esta conversión indica especialmente relación a Dios, al pecado cometido, a sus consecuencias y, por tanto, al prójimo, individuo o comunidad. Es Dios, en "cuyas manos están los corazones de los poderosos", y los de todos, quien puede, según su promesa, transformar la obra de su Espíritu los "corazones de piedra", en "corazones de carne" (cf. Ez 36, 26).

Signos positivos del mundo contemporáneo son la creciente conciencia de solidaridad de los pobres entre sí, así como también sus iniciativas de mutuo apoyo y su afirmación pública en el escenario social, no recurriendo a la violencia, sino presentando sus carencias y sus derechos frente a la ineficiencia o a la corrupción de los poderes públicos. La Iglesia, en virtud de su compromiso evangélico, se siente llamada a estar junto a estas multitudes pobres, a discernir la justicia de sus reclamaciones y a ayudar a hacerlas realidad sin perder de vista al bien de los grupos en función del bien común.
Entonces la conciencia de la paternidad común de Dios, de la hermandad de todos los hombres de Cristo, "hijos en el Hijo", de la presencia y acción vivificadora del Espíritu Santo, conferirá a nuestra mirada sobre el mundo un nuevo criterio para interpretarlo. Por encima de los vínculos humanos y naturales, tan fuertes y profundos, se percibe a la luz de la fe un nuevo modelo de unidad del género humano, en el cual debe inspirarse en última instancia la solidaridad. Este supremo modelo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios, Uno en tres Personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra "comunión". Esta comunión, específicamente cristiana, celosamente custodiada, extendida y enriquecida con la ayuda del Señor, es el alma de la vocación de la Iglesia a ser "sacramento", en el sentido ya indicado.
Muchos santos canonizados por la Iglesia dan admirable testimonio de esta solidaridad y sirven de empleo en las difíciles circunstancias actuales. Entre ellos deseo recordar a San Pedro Claver, con su servicio a los esclavos de Cartagena de Indias, y a San Maximiliano María Kolbe, dando su vida por un prisionero desconocido en el campo de concentración de Auschwitz-Oswiecim.
Algunas orientaciones particulares
La Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer al problema del subdesarrollo en cuanto tal, como ya afirmó el Papa Pablo VI, en su Encíclica69. En efecto, no propone sistemas o programas económicos y políticos, ni manifiesta preferencias por unos o por otros, con tal que la dignidad del hombre sea debidamente respetada y promovida, y ella goce del espacio necesario para ejercer su ministerio en el mundo.
Por eso la Iglesia tiene una palabra que decir, tanto hoy como hace veinte años, así como en el futuro, sobre la naturaleza, condiciones, exigencias y finalidades del verdadero desarrollo y sobre los obstáculos que se oponen a él. Al hacerlo así, cumple su misión evangelizadora, ya que da su primera contribución a la solución del problema urgente del desarrollo cuando proclama la verdad sobre Cristo, sobre sí misma y sobre el hombre, aplicándola a una situación concreta71.
Es necesario recordar una vez más aquel principio peculiar de la doctrina cristiana: los bienes de este mundo están originariamente destinados todos78. El derecho a la propiedad privada es válido y necesario, pero no anula el valor de tal principio. En efecto, sobre ella grava "una hipoteca social"79, es decir, posee, como cualidad intrínseca, una función social fundada y justificada precisamente sobre el principio del destino universal de los bienes.
Las Organizaciones internacionales, en opinión de muchos, habrían llegado a un momento de su existencia, en el que sus mecanismos de funcionamiento, los costes operativos y su eficacia requieren un examen atento y eventuales correcciones. Evidentemente no se conseguirá tan delicado proceso sin la colaboración de todos. Esto supone la superación de las rivalidades política y la renuncia a la voluntad de instrumentalizar dichas Organizaciones, cuya razón única de ser es el bien común.
El desarrollo requiere sobre todo espíritu de iniciativa por parte de los mismos países que lo necesitan81. Cada uno de ellos ha de actuar según sus propias responsabilidades, sin esperarlo todo de los países más favorecidos y actuando en colaboración con los que se encuentran en la misma situación. Cada uno debe descubrir y aprovechar lo mejor posible el espacio de su propia libertad. Cada uno debería llegar a ser capaz de iniciativas que respondan a las propias exigencias de la sociedad. Cada uno debería darse cuenta también de las necesidades reales, así como de los derechos y deberes a que tienen que hacer frente. El desarrollo de los pueblos comienza y encuentra su realización más adecuada en el compromiso de cada pueblo para su desarrollo, en colaboración con todos los demás.
Otras naciones necesitan reformar algunas estructuras y, en particular, sus instituciones políticas, para sustituir regímenes corrompidos, dictatoriales o autoritarios, por otros democráticos y participativos. Es un proceso que, es de esperar, se extienda y consolide, porque la "salud" de una comunidad política -en cuanto se expresa mediante la libre participación y responsabilidad de todos los ciudadanos en la gestión pública, la seguridad del derecho, el respeto y la promoción de los derechos humanos es condición necesaria y garantía segura para el desarrollo de "todo el hombre y de todos los hombres".
La solidaridad universal requiere, como condición indispensable, su autonomía y libre disponibilidad, incluso dentro de asociaciones como las indicadas. Pero, al mismo tiempo, requiere disponibilidad para aceptar los sacrificios necesarios por el bien de la comunidad mundial.

















                                            
                                             CONCLUSIÓN
Los pueblos y los individuos aspiran a su liberación: la búsqueda del pleno desarrollo es el signo de su deseo de superar los múltiples obstáculos que les impiden gozar de una "vida más humana".
Un desarrollo solamente económico no es capaz de liberar al hombre, al contrario, lo esclaviza todavía más. Un desarrollo que no abarque la dimensión cultural, trascendente y religiosa del hombre y de la sociedad, en la medida en que no reconoce la existencia de tales dimensiones, no orienta en función de las mismas sus objetivos y prioridades, contribuiría aún menos a la verdadera liberación. El ser humano es totalmente libre sólo cuando es él mismo, en la plenitud de sus derechos y deberes; y lo mismo cabe decir de toda la sociedad.
La Iglesia tiene también confianza en el hombre, aun conociendo la maldad de que es capaz, porque sabe bien -no obstante el pecado heredado y el que cada uno puede cometer- que hay en la persona humana suficientes cualidades y energías, y hay una "bondad" fundamental (cf. Gen 1, 31), porque es imagen de su Creador, puesta bajo el influjo redentor de Cristo, "cercano a todo hombre", y porque la acción eficaz del Espíritu Santo "llena la tierra" (Sab 1, 7).
Por tanto, no se justifican ni la desesperación, ni el pesimismo, ni la pasividad. Aunque con tristeza, conviene decir que, así como se puede pecar por egoísmo, por afán de ganancia exagerada y de poder, se puede faltar también -ante las urgentes necesidades de unas muchedumbres hundidas en el subdesarrollo- por temor, indecisión y, en el fondo, por cobardía. Todos estamos llamados, más aún obligados, a afrontar este tremendo desafío de la última década del segundo milenio.
En este empeño, deben ser ejemplo y guía los hijos de la Iglesia, llamados, según el programa enunciado por el mismo Jesús en la sinagoga de Nazaret, a "anunciar a los pobres la Buena Nueva... a proclamar la liberación de los cautivos, la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor" (Lc 4, 18-19). Y en esto conviene subrayar el papel preponderante que cabe a los laicos, hombres y mujeres, como se ha dicho varias veces durante la reciente Asamblea sinodal. A ellos compete animar, con su compromiso cristiano, las realidades y, en ellas, procurar ser testigos y operadores de paz y de justicia.
Aunque imperfecto y provisional, nada de lo que se puede y debe realizar mediante el esfuerzo solidario de todos y la gracia divina en un momento dado de la historia, para hacer "más humana" la vida de los hombres, se habrá perdido ni habrá sido vano. Esto enseña el Concilio Vaticano II en un texto luminoso de la Constitución pastoral Gaudium et spes: "Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos, limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal...; reino que está ya misteriosamente presente en nuestra tierra".
María Santísima, nuestra Madre y Reina, es la que, dirigiéndose a su Hijo, dice: "No tienen vino" (Jn 2,3) y es también la que alaba a Dios Padre, porque "derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada" (Lc 1, 52 s). Su solicitud maternal se interesa por los aspectos personales y sociales de la vida de los hombres en la tierra.
Ante la Trinidad Santísima, confío a María todo lo que he expuesto en esta Carta, invitando a todos a reflexionar y a comprometerse activamente en promover el verdadero desarrollo de los pueblos, como adecuadamente expresa la oración de la Misa por esta intención: "Oh Dios, que diste un origen a todos los pueblos y quisiste formar con ellos una sola familia en tu amor, llena los corazones del fuego de tu caridad y suscita en todos los hombres el deseo de un progreso justo y fraternal, para que se realice cada uno como persona humana y reinen en el mundo la igualdad y la paz".
Al concluir, pido esto en nombre de todos los hermanos y hermanas, a quienes, en señal de benevolencia, envío mi especial Bendición.

“Dios le Bendiga”…


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BIOGRAFÍA DE MANUEL ARIAS

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